
La apostasía de los santos mandamientos del evangelio es en muchos sentidos, más temible y peligrosa que la apostasía parcial de la verdad. Baja tal apostasía es fácil ser endurecidos por el engaño del pecado, y al mismo tiempo pensar que no hay mucho mal y peligro en ello. Un error en cuanto a la doctrina del evangelio se nota de inmediato, y los hombres pueden advertirlo. Pero, cuando todo el mundo se está ahogando en concupiscencias y placeres, entonces, las vidas de los hombres pueden ser tan contrarias a las normas del evangelio, como las tinieblas a la luz, y mientras que no abandonen la adoración externa y sigan siendo “buenos” católicos o protestantes, nadie dirá nada para advertirlos.
Se reconoce generalmente la posibilidad de que los hombres puedan agradar a Dios y ser aceptados, a pesar de que sostengan muchos errores y malas interpretaciones acerca de la doctrina del evangelio. Pero nadie enseña que sea posible disfrutar la comunión con Dios, y al mismo tiempo vivir y morir no arrepentidos, y desobedientes a los santos mandamientos del evangelio. Pretender que los hombres pueden vivir vidas pecaminosas, sin intentar, con la ayuda del Espíritu, mortificar sus pecados y sin desear el arrepentimiento, equivale a negar la religión cristiana. Entonces, la apostasía de los santos mandamientos del evangelio, es tan peligrosa y digna de ser resistida, como lo es la apostasía de las doctrinas del evangelio. Por lo tanto, deberíamos ser advertidos más fuertemente con respecto a este peligro. La apostasía de la santidad del evangelio, deshonra a Cristo, tal como lo hace la apostasía de sus doctrinas.
Pablo advirtió a Timoteo respecto a esta apostasía (1Tim.4:1) “Empero el Espíritu dice manifiestamente, que en los venideros tiempos algunos apostatarán de la fe escuchando a espíritus de error y á doctrinas de demonios” (1 Timoteo 4:1). Creo que esta advertencia dada a Timoteo, tuvo su cumplimiento en el papado, pero no se refiere solamente a ellos, sino también a los tiempos en que vivimos.
Pablo también advierte que “en los postreros tiempos”, bajo una profesión externa del evangelio, los hombres se entregarían a sí mismos a las concupiscencias más viles y a la práctica de los más abominables pecados (2Tim.3:1-5). Puesto que esta apostasía nos amenaza a nosotros, deberíamos mantenernos firmes y en guardia para no ser sorprendidos, ni vencidos por ella. Debemos pasar “lo que resta de nuestro tiempo” con temor. No es tiempo de descuidarnos y de sentarnos bajo una seguridad falsa, si deseamos sinceramente ser protegidos de esta maldad fatal. Ninguno de nosotros pudiera decir que no ha sido advertido para velar y buscar con diligencia la ayuda de Dios.
Si estamos viviendo fielmente en obediencia al evangelio, entonces no es necesario que seamos muy sacudidos o “turbados en nuestras mentes” cuando veamos que estas cosas llegan a ocurrir. Nuestra fe está basada en la infalibilidad de la Escritura. Sus profecías y predicciones nos han advertido de antemano acerca de estas cosas.
Entonces, cuando vemos que comienzan a suceder, podremos saber que estamos en “los últimos tiempos” (Mat.24:9-13,24; Hech.20:29-30; 2Tes.2:3; 1Tim.4:1-3; 2Tim.3:1-5). No hay nada más pernicioso para un creyente o para una iglesia, que el pensar que estas cosas no les pueden suceder a ellos y que, por lo tanto, no tiene necesidad de velar, ni de orar por la ayuda divina.
Cuando los judíos cayeron en el error de confiar excesivamente en su templo y adoración, Dios les hizo recordar lo que pasó en Silo (cuando el tabernáculo fue establecido por primera vez al entrar a Canaán). Les advirtió de que lo que había ocurrido una vez, podría volver a ocurrir. También vemos lo que sucedió a las primeras iglesias cristianas y que tan pronto cayeron en la apostasía (Apo.2:4-5; 3:1-3, 14-17). Podemos mirar a ellos, y aprender que tan necios son todos aquellos que confían en los privilegios externos.
LA DOCTRINA DEL EVANGELIO ES UNA DOCTRINA QUE CONDUCE A LA SANTIDAD.
El evangelio enseña, requiere y manda la santidad. Enseña que “sin santidad, nadie verá al Señor”. La santidad requerida por el evangelio, es una obediencia muy distinta en su naturaleza, que aquella obediencia requerida por cualquier otra doctrina o enseñanza.
La ley natural sugiere muchos deberes importantes hacia Dios, hacia nosotros mismos y hacia los demás hombres. La ley escrita (en la palabra de Dios), nos presenta todos los deberes morales, los cuales Dios requería del hombre cuando éste fue creado. Pero hay una santidad requerida por el evangelio, la cual, aunque incluye todas las demandas de la ley moral, sin embargo, es diferente en la naturaleza de la obediencia requerida, y en los motivos de esta obediencia santa. La obediencia santa, que el evangelio exige, surge de la gratitud por la salvación recibida, y no de aquella obediencia servil, la cual proviene de la búsqueda de méritos.
Junto con la doctrina de la predicación del evangelio, existe la obra del Espíritu, la cual convence a los hombres de pecado, de justicia y del juicio venidero (vea Isa.59:21; Jn.16:7-11). El Señor Jesucristo, por medio de su Espíritu, realiza esta obra dondequiera que la palabra de Dios es predicada, de acuerdo con su propósito y voluntad. A través de esta obra en sus almas, los hombres son llevados a la santidad de corazón y la santidad de vida. Por la palabra de Dios y el Espíritu de Cristo, multitudes han sido santificados y multitudes están siendo llamados fuera de la corriente del mundo y hacia la santidad de vida. Estos jamás caerán completa y finalmente de la verdadera santidad, sino que serán preservados por el poder de Dios por medio de la fe, para salvación. No obstante, aún estos pueden caer de la obediencia de corazón a los mandamientos del evangelio y llegar a ser infructuosos en sus vidas por algún tiempo.
En cada retroceso espiritual, hay una apostasía parcial la cual trae mucha deshonra a Cristo. Y nadie sabe cuándo el retroceso espiritual terminará en una apostasía total. Así también sucedió con las iglesias. Cuando las iglesias fueron recién plantadas en el mundo por los apóstoles, ellas estaban en un estado puro respecto a su doctrina, santidad externa y adoración de evangelio. Ellas fueron todas al principio, vides nobles de semilla pura, pero más tarde, se convirtieron en “una planta degenerada, de una vid silvestre”. Habiendo sido vírgenes puras desposadas a Cristo, cayeron en el adulterio espiritual. Y por su caída, dejaron de glorificar a Cristo y ya no manifestaron su poder y su eficacia en el mundo. Todas las bendiciones que deberían haber llevado a las naciones del mundo, fueron renunciadas y perdidas.
Cuando la verdadera santidad existe, y en donde su poder es manifiesto por sus frutos, es entonces que Cristo es glorificado y honrado en el mundo. Es verdad que otras cosas son requeridas de nosotros, por nuestro Señor y Rey para traerle gloria, tales como un testimonio de la verdad y la observancia de la adoración evangélica. Pero, si estas cosas no son acompañadas por una vida santa, entonces no pueden promover en ningún sentido la gloria de Cristo.
Pero en donde las iglesias y las personas que profesan el evangelio son cambiadas y renovadas en la imagen de Dios; en donde sus corazones son purificados y su conducta externa es fructífera; en donde están bajo la influencia del Espíritu de paz, de amor, de mansedumbre, de bondad, de autonegación y una mentalidad celestial, en donde son fructíferos en las buenas obras (las cuales cosas son la sustancia de la verdadera santidad), entonces verdaderamente manifiestan al mundo la gloria del evangelio y de su autor. Por estas cosas, ellos demuestran el poder, la pureza y la eficacia de su doctrina y gracia, y entonces Cristo es glorificado. En este testimonio fiel Cristo ve “el fruto de la aflicción de su alma y será satisfecho” (Isa.53:11).
Pero en donde los hombres y las iglesias son llamados por su nombre, profesan su autoridad, esperan misericordia y bendiciones de Él, y al mismo tiempo quedan cortos de esta santidad o andan contrario a ella, entonces el Hijo de Dios es “crucificado de nuevo y expuesto a vituperio”.
DOS CLASES DE APOSTASIA DE LA SANTIDAD DEL EVANGELIO
Algunos rechazan la clase de obediencia que el evangelio requiere por otra clase de obediencia y otra clase de leyes. Otros aceptan las leyes y los deberes del evangelio, pero rechazan los motivos evangélicos. Esta es una clase de apostasía de la santidad del evangelio.
Otros caen totalmente de la santidad del evangelio y se entregan a sí mismos completamente a vivir pecaminosamente. Esta es aquella apostasía bajo la cual el mundo gime hoy en día, y la cual es de temerse, pudiera traer el juicio de Dios sobre el mundo. La verdadera profesión del cristianismo está perdida y puesta en ridículo por muchos. Los deberes santos, el comportamiento disciplinado, el crecimiento en la gracia y el conocimiento del Señor no solamente son descuidados, sino también menospreciados. En muchos lugares resulta inútil buscar el cristianismo entre los cristianos.
LA APOSTASIA DE LA IGLESIA DE ROMA
Los romanistas son el ejemplo supremo de aquellos que han dado la espalda a los caminos santos de la obediencia evangélica, para andar en los caminos que ellos mismos han inventado.
Nadie se jacta de su santidad más que la Iglesia Católica Romana. Ellos reclaman que su iglesia es la verdadera debido a su santidad. Pero, debido a las vidas no santas de la mayoría de los católicos romanos (y también las vidas impías de la mayoría de sus líderes y guías principales), ellos solo señalan a algunos miembros de su iglesia como ejemplos de la santidad. Es decir, fijan la atención en los que han tomado votos de pobreza, castidad y obediencia y que se han dedicado a la vida monástica, y se han sujetado a las normas y deberes más estrictos de lo que otros pudieran alcanzar o cumplir. Solamente éstos han obtenido el nombre de “personas religiosas” entre ellos. Pero, muchos ya han descubierto la vanidad, superstición e hipocresía de las rutinas cotidianas en las cuales malgastan su tiempo. Esta no es la obediencia santa la cual es requerida y mandada en el evangelio.
Los votos romanistas de santidad no manifiestan la libertad espiritual de la santidad evangélica. La primera cosa que la verdad hace en nuestras mentes es librarlas de todos los errores y los prejuicios (Juan 8:32). La verdad es el principio de toda santidad, ensanchando la mente y el espíritu. Y así es llamada “santidad verdadera” y “santidad de la verdad” (Ef.4:24). Entonces “donde hay el Espíritu del Señor, allí hay libertad” (2 Corintios 3:17).
Desde la caída, los hombres son “esclavos del pecado”, se entregan voluntariamente a sí mismos a su servicio, satisfaciendo sus concupiscencias y obedeciendo sus mandamientos. En tal estado ellos son “libres de la justicia” (Rom.6:20). Ellos rehúsan servir y obedecer las demandas de la justicia. Pero, donde el Espíritu Santo obra con la palabra de verdad, los hombres son librados del dominio del pecado y llegan a ser siervos de Dios y producen frutos santos en sus vidas (Rom.6:20, 22). Entonces, se dice de los creyentes que “no habéis recibido el espíritu de servidumbre para estar otra vez en temor; mas habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos, Abba, Padre” (Romanos 8:15). Ellos no han recibido “el espíritu de temor, sino el de fortaleza, y de amor, y de templanza” (2 Timoteo 1:7).
La enseñanza de toda la Escritura es que los corazones de los creyentes, por la gracia de Dios, son librados del temor del juicio, y les es concedido un espíritu libre, voluntario y gozoso que ama cumplir con todos los deberes que la santidad exige, motivados por la gratitud de las misericordias recibidas.
Ellos no son motivados por el temor a cumplir sus deberes con un espíritu de servidumbre, sino con deleite y verdadera libertad de voluntad, obedeciendo gustosamente. Porque ellos han recibido el “espíritu de adopción”, entonces viven como hijos de Dios, honrando a su Padre, haciendo gustosamente su voluntad, en base a la gratitud por la gran salvación que El nos ha traído en y a través de Cristo.
Hay pruebas muy fuertes de que aquellos que se someten a los votos romanistas y a las estrictas normas de una vida monástica, y pasan sus días cumpliendo muchos deberes religiosos externos (los cuales la Iglesia Romana llama “santos”), no son libres sino gobernados por un espíritu servil de esclavitud. Ellos son obligados a comprometerse a sí mismos y a ser comprometidos por sus votos, si desean vivir en aquella comunidad monástica.
Pero esto es contrario a toda comunión verdaderamente cristiana. Al obedecer estos votos, ellos no son dueños de sí mismos, libres para disciplinarse y gobernarse a sí mismos, sino que están bajo la disciplina rigurosa de otros quienes administran castigos externos cuando fallan en obedecer. Aquellos que son siervos de hombres en sus deberes religiosos no son “libertos de Dios” (1Cor.7:22). Tampoco tienen a Cristo como su Señor aquellos que en los asuntos religiosos se sujetan a los hombres.
Los votos y las normas religiosas que impulsan a estas personas a vivir la vida monástica y a cumplir con las estrictas reglas religiosas inventadas por lo hombres, no son votos y normas requeridas por Dios o por nuestro Señor Jesucristo en el evangelio. Y la razón principal por las cuales estas personas continúan en esta vida monástica, es la obediencia a su propio voto, la cual han prometido a sus superiores.
Es fácil ver que tan opuesto es este camino a la verdadera libertad espiritual, la cual es la raíz de la verdadera santidad evangélica. Los votos romanistas y sus normas para una vida religiosa son motivados por el deseo de obtener méritos, lo cual les estimula a cumplir con más disciplinas religiosas. También el deseo de lograr méritos produce un espíritu servil de esclavitud en todo lo que hacen. Y esto es debido a que ellos saben que todo lo que se haga para lograr méritos, debería ser probado, no solo por la regla estricta y rigurosa de sinceridad perfecta, sino también pesado en la balanza de la perfección absoluta. Este pensamiento destruye completamente aquella obediencia libre, voluntaria y gozosa, que nace de la gratitud por el don gratuito de la justificación y la vida eterna.
Aquellos que están bajo los votos romanistas, son impulsados a obedecer por el pensamiento atormentador de que, ellos nunca tendrán la seguridad de haber sido aceptados por Dios en esta vida y tampoco en la próxima. Entonces, en todos sus deberes ellos son dominados por el “espíritu de temor” y no “por el espíritu de poder y dominio propio”.
Los votos romanistas y sus reglas para una vida religiosa obligan a los hombres a observar aquello que no es mandado por el evangelio, sino que es un sistema de leyes y normas inventadas por los hombres. Algunos obedecen las reglas de Benedictino, otros de Francisco, otros de Dominico, algunos de Ignacio, etc… Esto comprueba que todo lo que hacen, no tiene nada que ver con la santidad del evangelio, porque aquella santidad es una conformidad a las reglas del evangelio, la cual es la voluntad de Dios. Así pues, igual como los fariseos antiguos, los cuales Cristo regañó, ellos añaden deberes no ordenados por Dios. Entonces “en vano me honran, Enseñando doctrinas y mandamientos de hombres” (Mateo 15:9).
No importa cuán numerosos sean los deberes inventados por la religión, ni tampoco cuán exacta y rigurosamente sean realizados, ellos solamente sirven para desviar las mentes de los hombres fuera de aquella obediencia la cual el evangelio exige. Como toda planta que mi Padre celestial nunca plantó, ellos a su tiempo, serán desarraigados y echados en el fuego (Mateo 15:13).
Uno puede cumplir con todas las reglas y votos prescritas por estos maestros y sus discípulos, sin ninguna fe en Cristo y sin ningún sentido de su amor por nuestras almas. Por otra parte, la obediencia que el evangelio requiere es “la obediencia de la fe”. La santidad evangélica crecerá solamente de esta raíz. Y la naturaleza principal de la santidad evangélica es “el amor de Cristo”, el cual “nos constriñe” hacia ella (2Cor.5:14). Pero ¿qué hay en todos estos votos monásticos y reglas de vida, que resulta en que sean realizados o motivados por el amor hacia Cristo? La respuesta es que nada. Los hombres pueden levantarse a la media noche para repetir un sin número de oraciones, pueden andar descalzos o vestirse de saco, pueden abstenerse de comer carne en ciertas ocasiones, pueden someterse a sí mismos y a otros a una disciplina rigurosa, y si son fuertes pueden aguantar otras cosas duras y ridículas, sin ni siquiera una gota de amor hacia Cristo o de fe salvadora en El. Todas las religiones falsas siempre han tenido algunos feligreses entre ellos, que amaban divertir a otros con castigos y penitencias autoimpuestas.
Todo el bien que estos votos y reglas romanistas pudieran hacer, es completamente corrompido por el pensamiento orgulloso de ganar méritos y hacer obras de “super erogación” (es decir, obras que van más allá de lo que es requerido, las cuales pueden ser usadas para ayudar a otros a alcanzar la norma de méritos requeridos). Toda la idea de méritos y obras de super erogación, debilita completamente el pacto de la gracia y trata con desprecio la sangre y la mediación de Cristo y es completamente inconsistente con los principios fundamentales del evangelio.
Y cuando añadimos a estos votos todas la superstición absurda y la idolatría a las cuales los romanistas se entregan en sus devociones, entonces podemos ver, que a pesar del hecho de que Roma reclame tener una santidad y una obediencia estricta a los deberes que otros no tienen, en realidad sus mejores obras quedan muy cortas o por debajo de la norma de santidad requerida por el evangelio y sin la cual nadie verá al Señor.
LA APOSTASIA BAJO EL PRETEXTO DE LA MORALIDAD
Algunos apostatan de los mandamientos del evangelio bajo el pretexto de la moralidad. Estas personas se burlan de cualquier moralidad que va más allá de lo que ellos consideran como un comportamiento decente, tomándolo como un “fanatismo necio”. Algunos afirman que la única obediencia que el evangelio requiere es una vida recta, decente y moral, en la cual cada persona hace “lo mejor que puede”, pero que no tiene necesidad alguna de la ayuda de la gracia de Dios.
Aún otros, dicen que esta clase de compartimiento moral queda muy corto de la verdadera santidad la cual el evangelio requiere. La obediencia evangélica consiste del cumplimiento de todos los deberes morales, con el poder y la gracia de Cristo, para la gloria de Dios. Entonces, todos aquellos que no hacen un buen uso de las virtudes morales y los deberes morales, son desobedientes al evangelio y sus leyes.
Pero los hombres pueden hacer lo que es moralmente bueno y, sin embargo, nunca hacer nada aceptable a Dios, porque no lo hacen por amor y gratitud hacia Dios (ni agradecidos por su gracia y misericordia), sino más bien, motivados por el amor propio y la alabanza de sí mismos. La moralidad se convierte en apostasía, cuando es gobernada y dirigida por la luz de la conciencia y no por los principios del evangelio. La luz de la conciencia solo puede dirigir a los hombres hacia las virtudes morales, las cuales, por la ley de la creación, son obligatorias para toda la humanidad. La sola conciencia jamás puede dirigir a los hombres hacia aquella obediencia espiritual la cual el evangelio exige.
La moralidad que nace solamente de la convicción y es realizada solamente por la fuerza de la razón, sin la ayuda especial y sobrenatural del Espíritu y la gracia de Dios, no es la obediencia que el evangelio enseña. Todo aquello que no es obrado en nosotros por la gracia de Dios, no es la obediencia evangélica y por lo tanto, no es aceptable a Dios.
La moralidad que no proviene de la regeneración espiritual y la renovación de nuestras almas, no es la santidad evangélica. Primero es necesario hacer que el árbol sea bueno y entonces también su fruto será bueno. Toda la moralidad que proviene de la naturaleza vieja (aun cuando se ore a Cristo pidiendo ayuda y afirmando que se hace para la gloria de Dios), nunca será aceptable a Dios. A menos que una persona sea regenerada y su naturaleza renovada en la imagen y semejanza de Dios, a menos que sea engendrada con la vida espiritual del cielo, que le capacite a vivir para Dios, ella no podrá hacer nada aceptable a Dios. Cualquier moralidad que no surja de este principio de gracia en el alma renovada, no es la santidad evangélica.
La moralidad reclamada por aquellos que están realmente destituidos de la iluminación interna del Espíritu (la cual les capacitaría para discernir las cosas espirituales y conocer los misterios del reino de Dios), no es la santidad del evangelio. La moralidad que está separada de aquellas gracias evangélicas sobrenaturales y fundamentales (es decir, la gracias que son nacidas de la verdad divina revelada en las Escrituras) no es la santidad del evangelio.
Las verdades sobrenaturales tales como: La mediación de Cristo y la morada del Espíritu en la iglesia como su consolador, son verdades sobre las cuales la verdadera moralidad del evangelio está basada. La moralidad separada de las doctrinas del evangelio, no es aquella santidad la cual el evangelio requiere.
Entonces, si alguien se vuelve de la verdadera moralidad evangélica a la moralidad natural, ellos han caído de la santidad evangélica y están en peligro de una irremediable apostasía.
LA APOSTASIA BAJO EL PRETEXTO DE LA PERFECCION
Algunos caen de la verdadera santidad evangélica afirmando que tienen una santidad perfecta (diciendo que su comportamiento ya es perfecto). Tal reclamo es destructivo para el pacto de la gracia, y contrario a la necesidad de la mediación de Cristo. Esto es contrario a la necesidad continua de ser limpiados por la sangre de Cristo, y a los testimonios innumerables de la Escritura y de la experiencia de todos los creyentes (vea 1Jn.1:8-10).
LA SANTIDAD LA CUAL EL EVANGELIO REQUIERE
La santidad evangélica requiere que mantengamos un combate espiritual continuo. El diablo, la carne y el mundo se esforzarán para desviarnos de la verdadera santidad evangélica hacia algo menor, lo cual no es aceptable a Dios. Entonces, debemos “resistir” al diablo (1Pe.5:8-9). Para hacer esto, debemos vestirnos de toda la armadura de Dios (Ef.6:12-13).
Debemos “huir” de los deseos carnales que combaten contra el alma (1Pe.2:11). “No debemos amar el mundo, ni las cosas que están en el mundo” (1Jn.2:15). Antes bien, somos llamados a vencerlo por medio de la fe, aquella fe que cree que Jesús es el Hijo de Dios (1Jn5:4-5).
Dios no aceptará un cumplimiento flojo y negligente de algunos deberes y la abstinencia de solo algunos pecados. Crucificar el pecado, mortificar las concupiscencias rebeldes, resistir al diablo, huir de los deseos carnales y no amar al mundo; son todos deberes evangélicos que deberían ser mantenidos continuamente entre tanto que estemos en este mundo.
Tal como los israelitas fueron descorazonados y desanimados por los diez espías, cuando apenas habían llegado a las fronteras de la tierra prometida, así también, muchos que no están lejos del reino de Dios son desanimados y descorazonados cuando escuchan acerca de esta guerra espiritual de por vida (Núm.13:32; Mar.12:34). Si no son cuidadosos, ellos verán a los gigantes espirituales esperándolos, pero no podrán ver el poder y la gracia de Cristo. Solamente aquellos que son verdaderamente “nacidos de nuevo” entrarán al reino de Dios y a la batalla.
Algunos tratan de entrar al reino de Dios, quienes no son regenerados, y por lo tanto no tienen la fortaleza espiritual para contender con los enemigos de la santidad. Piensan que pueden ganar tan solo por la fuerza de la carne. Pero la carne se cansa muy pronto y pone pretextos para no continuar en algunos deberes. La carne recibe mucho apoyo de la mente inconversa, carnal y no espiritual. Primero se omite un deber, después otro, hasta que por fin se omiten todos. El deber de mantener el cuerpo en sujeción es descuidado (1Cor.9:27).
Los creyentes verdaderos serán humillados por el descuido de sus deberes y por la gracia de Dios serán restaurados a su diligencia anterior (Sal.119:176). Pero los hipócritas no serán preocupados por el descuido de los deberes evangélicos. El pecado que mora en nuestros corazones peleará en contra de la santidad y frecuentemente prevalecerá. Tiene éxito en cansar la mente con sus continuas plegarias en favor de su viejo dominio. El hipócrita se da por vencido ante la oposición del pecado, mientras que el creyente verdadero echa mano de la promesa de que “el pecado no tendrá dominio” sobre él (Rom.6:14).
La persona inconversa ignora la verdadera forma de acudir a Cristo por la gracia y la ayuda del Espíritu, que le guardará en un estado de santidad evangélica. Entonces, tiene que pelear por sí mismo y pronto queda satisfecho con aquella santidad la cual la carne puede producir. Pero el creyente verdadero no está satisfecho con una santidad la cual pueda ser producida sin Cristo y sin su Espíritu. El creyente verdadero sabe que sin Cristo no puede hacer nada, mucho menos producir una santidad que sea aceptable a Dios (Jn.15:5).
Tal como la ignorancia de la justicia de Cristo es la razón por la que los hombres tratan de establecer su propia justicia, así también la ignorancia de cómo vivir continuamente por la gracia y la fortaleza de Cristo es la razón por la cual muchos aceptan una norma más baja de santidad, la cual no es ninguna santidad.
Las personas inconversas no conocen y no pueden producir el verdadero arrepentimiento evangélico. El arrepentimiento es el don de Dios (Hech.5:31, 11:18; 2Tim.2:25). Es esta gracia del arrepentimiento verdadero lo que sostiene a los creyentes a través de todas sus fallas, debilidades y pecados. El arrepentimiento es la puerta hacia la santidad y el guardián que conserva a los creyentes verdaderos en el camino de la santidad. El arrepentimiento hace esto manteniendo a los creyentes en una continua auto humillación, que nace de un sentido de la santidad y la majestad divinas, y de un reconocimiento de cuán lejos están sus mejores deberes de la gloria de Dios. Aquellos que no están conscientes de la utilidad y la dulzura del arrepentimiento verdadero, no conocen lo que significa caminar con Dios. Aquellos que no pueden saborear ningún consuelo espiritual de la gracia del arrepentimiento en sus tristezas, y aquellos que piensan que el arrepentimiento tiene que ver solamente con la ley y el temor del juicio, no vivirán en la práctica del arrepentimiento cotidiano.
La santidad evangélica requiere una obediencia constante y habitual en todos los deberes, y prohíbe cualquier concupiscencia de la mente o de la carne. Deberíamos “perfeccionar la santidad en el temor de Dios” (2Cor.7:1). Ninguna provisión debería ser hecha para cumplir las concupiscencias de la carne (Rom.13:14). Estos son los términos de la santidad evangélica. Ni un solo deber debería ser descuidado, ni un solo pecado debería ser abrigado. El evangelio provee alivio piadoso y perdón para todos aquellos pecados cotidianos, los cuales nos vencen a causa de nuestra debilidad (1Pe.4:1-2). Sin embargo, no permitirá que ni un solo pecado sea consentido, apapachado y amado. Una vida habitual de pecado es completamente inconsistente con la obediencia evangélica (1Jn.3:6-9).
La perfección requerida en el Nuevo Pacto consiste de: La sinceridad, la integridad, una conciencia libre de remordimiento y andar según el Espíritu en novedad de vida y no conforme a la carne (Gén.17:1; 1Jn.3:7-10). Este es porqué tantas personas apostatan del evangelio. Ellos no pueden ver el pecado como el evangelio lo ve, ni juzgar aquellas cosas como pecado y maldad, que el evangelio juzga como tales. Bajo estas tinieblas e ignorancia, todo tipo de sucias concupiscencias son abrigadas en los corazones de los hombres. Ellos tienen una insensibilidad voluntaria respecto a la culpa de algún pecado no mortificado.
El joven rico que vino a Cristo, no tomaría su cruz para seguirle, porque el amor a las riquezas estaba en su corazón. La bruja con la cual el Rey Saúl consultó, tenía un “espíritu de adivinación” (Nota del traductor: La versión en inglés KJV dice “espíritu familiar”). Al principio, el diablo es temido, pero cuando es bienvenido y apapachado cotidianamente, se convierte en un “espíritu familiar”. La persona engañada piensa que tiene al diablo bajo su poder, cuando la realidad es lo contrario y es él quien está bajo su dominio. Es lo mismo con cualquier concupiscencia no mortificada, se convierte en una “concupiscencia familiar”. El hombre piensa que puede controlar aquella concupiscencia y echarla fuera cuando quiera.
Pero, en realidad, la concupiscencia tiene el control sobre él. Algunas personas ignoran voluntariamente el alcance espiritual e interno de los mandamientos del evangelio. Piensan que una mente liberal, que ha sido librada por una buena educación de los temores supersticiosos, también librará de una mala conciencia y de todos sus sentimientos de culpa. Entonces la persona educada, llega a creer que la culpa respecto a los pecados pequeños sirve solamente para promover los intereses de los predicadores. Muy pocos pueden entender la corrupción y la contaminación de pecado.
Se preguntan a sí mismos ¿Por qué debemos perturbarnos respecto a las fallas menores y triviales? Cuán fácilmente es engañada la gente por sus propias corrupciones, cuando no tiene ningún sentido de la santidad de Dios, ni de su ley. El orgullo, la ambición, la codicia, el amor del mundo, la impureza, la avaricia y la flojera, todas claman por la indulgencia de alguna forma de pecado.
Tales personas no son aprobadas por Dios y no tienen base alguna para esperar su bendición o ayuda. Un solo pecado hace que el hombre sea culpable de transgredir toda la ley (Stg.2:10). El salmista dijo que si abrigara el pecado en su corazón, entonces Dios no le escucharía (Sal.66:18). La indulgencia de un solo pecado abre la puerta para otros pecados. La indulgencia de un solo pecado desvía el alma del uso de los medios, por los cuales todos los demás pecados deberían ser resistidos.
Muchas personas apostatan de la santidad, porque las gracias del evangelio no son altamente estimadas. Los filósofos moralistas proclamaron su amor de la virtud, porque iba de la mano con su propio honor, gloria y reputación. Las virtudes que consideraban como las más grandes, eran aquellas que eran vistas y alabadas por los hombres. Los fariseos cumplían con su religión para ser vistos de los hombres.
El amor propio y el amor de la alabanza humana era el motivo principal de toda su religión. Pero, la mansedumbre, la bondad, la autonegación, la pobreza de espíritu, el lloro por pecado, el hambre y la sed de justicia, la misericordia y la compasión, la pureza de corazón, la honestidad y simplicidad de espíritu, la disposición para soportar y perdonar las ofensas, el celo por Dios, el desprecio del mundo, el temor del pecado y los juicios divinos sobre él, no son virtudes alabadas por los hombres.
Pero estas virtudes son las joyas preciosas del corazón que agrada a Dios. Sin embargo, el mundo considera que son débiles, supersticiosas, tontas y triviales. El mundo no se percata de que la santidad evangélica trata con la mente y el corazón, lo cual ningún ojo mortal puede ver y por la cual muy pocos se preocupan. Las virtudes del evangelio son rechazadas en favor de aquellas virtudes las cuales el mundo tiene en alta estima.
Cuando la gran apostasía comenzó (aproximadamente en 313 D.C. con el nacimiento del Catolicismo), las iglesias se desviaron del poder y la pureza del evangelio. La primera cosa que hicieron fue conducir a la gente a descuidar las gracias principales del evangelio, tales como: La necesidad de la regeneración y la necesidad de un principio celestial de vida espiritual, animándoles a fijar su atención en obras espléndidas de amor y caridad. No importaba que sus mentes estuvieran contaminadas, sus concupiscencias no mortificadas, sus corazones orgullosos y obstinados, y sus almas destituidas de las gracias espirituales y celestiales. Estas “gloriosas” obras externas serían vistas y alabadas por los hombres, y seguramente les traerían la inmortalidad bendita en la gloria eterna.
Ahora, habiendo hecho pedazos este velo para la hipocresía, tengamos cuidado de no descuidar los deberes externos, bajo el pretexto de fijarnos solamente en las gracias internas. Los deberes externos también son para la gloria de Dios y el beneficio de la humanidad. La verdadera santidad evangélica, no solamente purifica al hombre interior, sino que también conduce a estas buenas obras “las cuales Dios predestinó de antemano, para que anduviésemos en ellas” (Ef.2:10).